La primera vez que entré al colegio, sentí una mezcla de emoción y temor. Mientras yo intentaba asimilar ese nuevo mundo, mi madre regresó a casa con lágrimas en los ojos, pues en mis cuatro años de vida, nunca nos habíamos separado. Con el tiempo, ambas nos adaptamos a la nueva rutina. Descubrí que aprender junto a otros era emocionante, que algunos amigos se convertirían en hermanos para siempre y que, aunque algunas caídas dolieran, siempre podría levantarme y seguir adelante.
Años después, tuve otra primera vez: caminar sola por la calle en medio del nerviosismo de vivir en una ciudad no muy segura. Con cada paso, la incertidumbre inicial se convirtió en confianza. Aprendí a leer las señales, a medir los tiempos y a entender que el mundo, aunque vasto, podía recorrerse con seguridad si se prestaba atención.
Luego llegó mi primer amor. Descubrí la dulzura de las llamadas inesperadas, la emoción de las primeras caricias y la magia del primer beso. Pero también conocí la tristeza del primer adiós. Entendí que el amor no solo es felicidad, sino también aprendizaje.
La primera vez que perdí a un ser querido fue distinta. No había preparación, ni advertencia, ni valentía suficiente. Solo el vacío, la ausencia, el peso de lo que ya no volvería. Aprendí que la vida sigue, pero que las personas que amamos permanecen en nuestros recuerdos, en las huellas que dejan en nuestro camino.
Después de pensarlo por mucho tiempo, finalmente decidí escribir la primera entrada de este blog. Hay tantas historias por contar, aprendizajes por compartir y experiencias que, quizás, puedan ser útiles para quien las lea. Será la primera vez que hable de sexo sin reservas.
Las primeras veces siempre vendrán sin importar la edad…