Asientos reclinados

La noche había caído sin aviso, envolviendo todo en una oscuridad cálida, casi cómplice.


Él detuvo el auto en un mirador solitario, donde sólo las luces lejanas de la ciudad parecían parpadear tímidamente.


Ella sonrió, sabiendo exactamente a qué habían ido ahí.


El silencio era denso, cargado de electricidad.


Sin decir nada, se quitó lentamente el cinturón de seguridad y se deslizó hacia él, cruzando la consola del vehículo como si fuera lo más natural del mundo.


Se sentó sobre sus piernas, rozándolo de frente, sintiendo su dureza atrapada aún en sus pantalones.


—¿Seguro que no hay cámaras? —preguntó ella, mordiéndose el labio inferior, fingiendo inocencia.


—Si las hay… —susurró él, con la voz ronca—… que disfruten el show.


Ella rio suavemente, ese tipo de risa que prende fuego.


Tomó su rostro entre las manos y lo besó, lenta pero intensamente, dejando que la lengua marcara el ritmo, mientras sus caderas empezaban a moverse, provocándolo, frotándose contra él a través de la ropa.


Él deslizó las manos bajo su falda, sintiendo la piel desnuda, caliente.


Cuando encontró que no llevaba ropa interior, soltó un gemido grave, como un animal acorralado.


Ella se levantó un poco, apenas para bajarle la cremallera y liberar su erección.


Sin perder tiempo, se acomodó sobre él, guiándolo con una mano, y se dejó caer despacio, muy despacio, hasta sentirlo completamente dentro de ella.


El primer movimiento fue un espasmo involuntario de placer puro.


Se movían al ritmo que el espacio les permitía: lento, profundo, salvaje.


Los vidrios del auto se empañaron al instante, cubriendo la escena con una niebla densa que solo hacía todo aún más excitante.


Ella gemía contra su cuello, mordiendo su piel, aferrándose a su cabello cada vez que él embestía más fuerte.


El auto crujía suavemente bajo su frenesí, un sonido apenas perceptible pero lleno de promesas rotas.


Cuando llegó al clímax, se agarró de su camisa, gimiendo su nombre en un susurro desesperado.


Él la siguió segundos después, apretándola contra su pecho como si quisiera fundirse con ella.


Se quedaron así, respirando agitados, mientras las gotas de vapor resbalaban lentamente por los vidrios empañados.


Ella se separó con cuidado, rozando su nariz con la suya.


Él cerró su cremallera.


Y encendió el motor de nuevo.

Scroll to Top