Dos horas en Cannes

Llevábamos varios días viajando en el mismo grupo. Constantemente cruzábamos miradas, pero él no me decía ni una sola palabra. Hasta que una noche decidí acercarme.

—Hola, ¿cómo estás? —le dije, fingiendo naturalidad.

Él respondió con voz firme y segura:

—Ahora, mejor.

Supe entonces que era el momento.

Conversamos sobre el cansancio del viaje y otras tonterías que ya olvidé. Para él, esa travesía por Europa era algo habitual. Para mí, era la primera vez. Bastó un intercambio de miradas para que me decidiera a pasar por su habitación más tarde esa noche.

Toqué la puerta cuidando que nadie me viera. Él abrió y me invitó a entrar. Charlamos unos minutos y bromeamos sobre lo que veía en la televisión. Luego me giré hacia él para besarlo.

No se apresuró. Me besaba con intensidad, con una pasión contenida. Quería que yo diera el primer paso hacia la intimidad. Así deslicé mi mano bajo su camisa, acariciándolo con suavidad. Él no mostraba prisa. Me recorría por encima de la ropa, aunque había ido con poca puesta. Mis pantalones cortos dejaban poco a la imaginación, y su mano en mi nalga, apretando mi pelvis contra la suya, me encendía aún más.

No hay barrera que impida a una mujer sentir la erección de un hombre cuando sus cuerpos están así de cerca.

Me molestaba un poco su aliento a cigarrillo, pero su forma de besar compensaba todo. Cuando acarició uno de mis senos y le susurré que eso me excitaba, bajó su mano hasta mi pelvis y la introdujo en mi ropa interior… continuaba besándome y acariciándome. Suavemente se humedeció el dedo con su boca, luego exploró dentro de mi vagina. Yo ya estaba tan excitada, que no necesitaba más.

Me desnudó con lentitud, recorriendo mi piel con su boca y su cuerpo. Me hizo sexo oral. Su succión fue deliciosa, algo que no había sentido antes. No buscó mi punto G con precisión, pero me estremecía.

Después de unos minutos, se limpió con la sábana y volvió a besarme. Me penetró con facilidad: estaba húmeda, dilatada, completamente lista.

No hablaba. Era un hombre de pocas palabras. Y aunque a mí me gusta que me digan cosas dulces y sucias al oído, su silencio tenía una intensidad distinta.

Quería saber qué lo excitaba, así es que le pregunté qué deseaba. Con una frase tímida, me pidió que lo acariciara con la boca. Le pedí que me guiara, pero no dijo nada. Sin embargo, su cuerpo sí habló. Podía sentir en su pene la tensión y la excitación cuando lo lamía lentamente, primero en la punta, luego a lo largo del tronco.

Lo tomé todo en mi boca, hasta el fondo de la garganta. Lo apretaba con los labios al retirarlo, mientras mi mano lo acompañaba en un ritmo que noté que le gustaba.

Luego lo hicimos en varias posiciones: él arriba, yo encima, piernas recogidas a los lados, de espaldas, cruzadas como tijera… Gemía bajo cuando algo me llevaba al límite.

Con cuidado me puso de pie, me inclinó sobre la cama y me penetró desde atrás. Poco después, me levantó hacia él y acarició mis senos mientras seguía dentro de mí. No sé cuántos orgasmos tuve esa noche.

Me recostó con delicadeza. Nunca me empujó ni me exigió. Siguió besándome y al cabo de un momento tuvo su erección fuera de mí, en silencio, sin gritos, ni quejas, ni gemidos exagerados.

No sudó. No jadeó. Su ritmo cardiaco apenas cambió. Su estado físico era impresionante.

Me ofreció su brazo como almohada. Descansamos un momento. Al levantarme para irme, me haló suavemente para besarme otra vez. Cuando regresé a mi habitación en ese pequeño hotel en Cannes, habían pasado dos horas. Nada que ver con los cinco minutos que me daba mi anterior pareja.

A veces, lo que no se dice… se siente más…


…Y el tiempo que alguien te dedica puede hablar más claro que cualquier palabra.

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