Lo descubrí después del divorcio

Comencé a ver porno después del divorcio. Estuve casada casi 15 años, y nunca se me pasó por la cabeza que ese mundo —tan oculto, tan juzgado, tan mal entendido— podía tener algún valor dentro de la vida en pareja. En mi juventud, lo poco que vi me dejó más confundida que excitada. Recuerdo escenas torpes, sobreactuadas, en cintas pirateadas o fragmentos que se colaban en la madrugada de algún canal de televisión. Más que una ventana al placer me pareció una bofetada. Y sí, algo dentro de mí se sintió sucio, avergonzado.

La culpa no nació sola. La cultivé en un hogar donde la Iglesia Católica marcaba el ritmo de la moral. En las confesiones, el sacerdote preguntaba con tono grave si había visto pornografía, como si fuera el umbral de la perdición. Y claro, según el catecismo, aquello era “pecado mortal”. El deseo debía reprimirse, contenerse, redimirse.

Y ni hablar de la masturbación: la simple idea de tocarme me parecía una traición al cuerpo, a Dios y a lo que se esperaba de mí como mujer decente. La autoestimulación era vista como algo casi demoníaco, una práctica egoísta, una falta de respeto al “templo sagrado” que debía permanecer puro hasta el matrimonio, pero eso es tema para otro post.

La verdad es que hace una década tampoco era tan fácil acceder a material sexual explícito como ahora. No existían tantas plataformas, ni redes sociales con algoritmos tan hábiles para servirte contenido sugerente. Hoy basta un clic. Y yo, separada y con mucho tiempo para reencontrarme con mi cuerpo, quise explorar ese mundo con más libertad.

Y sí… me sentí decepcionada.

Después de dos años de separación y muchas noches acompañada solo por mi vibrador, descubrí que gran parte del porno comercial es repetitivo, mecánico, y francamente aburrido. Las mismas poses, los mismos gemidos, la misma falsa pasión una y otra vez. Lo veía con la esperanza de liberar esa energía sexual que había estado dormida tanto tiempo, una energía que se intensifica después de los 40 —gracias a esas benditas y locas hormonas—, pero al final terminaba más frustrada que satisfecha.

Hasta que conocí a un hombre, también divorciado. Nos conocimos por una app. Él tenía esa mezcla de confianza y calidez que se siente poco común después de cierta edad. En la segunda cita terminamos en un motel, y después de un encuentro delicioso, justo cuando yo creía que el momento había terminado, encendió la televisión y puso un canal de pornografía. Al principio me pareció raro, casi grosero. Pero luego lo vi mirarme con otra intensidad, como si eso le hubiera activado una nueva oleada de deseo. Me sorprendió, y lo agradecí: su segundo asalto fue aún mejor que el primero.

A veces escucho que los hombres son más visuales, que su cerebro responde con más fuerza a las imágenes sexuales. Puede ser. La industria del porno lo sabe y lo aprovecha. Nosotras, dicen, somos más auditivas, más emocionales, más cerebrales. Nos excita el contexto, el tono de voz, el roce del aliento. Tal vez por eso muchas mujeres no conectamos tan fácilmente con el porno convencional. Pero eso no quiere decir que no podamos jugar con sus códigos a nuestra manera.

Porque si a tu pareja le gusta verlo mientras están juntos, no necesariamente es una señal de que no te desea. Tal vez solo necesita reiniciar su motor. Y si no te sientes cómoda con eso, hay otras formas de provocar el mismo efecto: encender la luz y comenzar a tocarte lentamente, dejar que te observe sin filtros; o colocar un espejo cerca de la cama y ver cómo sus cuerpos se buscan, se encuentran, se devoran.

Una de las cosas más liberadoras que he hecho es filmarme con mi pareja. No para subirlo a ninguna parte, sino para tener mi propio porno, ese que habla mi lenguaje, que muestra mi placer real. Ver luego esos videos, recordar, revivir… es una forma brutal de encendernos. Y en ese juego descubrí algo más: no necesito seguir guiones ajenos, puedo escribir los míos.

Porque el porno, como el placer, no está en la pantalla. Está en el cuerpo, en la imaginación, y, sobre todo, en la libertad de explorarlo sin vergüenza.

Lo importante no es si ves porno o no, sino que te sientas libre de averiguar lo que te enciende, lo que te conecta contigo y con el otro. Después de todo, el verdadero despertar sexual no está en lo que ves en una pantalla, sino en lo que te atreves a vivir sin culpa.

Ese fue mi descubrimiento después del divorcio: el deseo es mío, y yo decido cómo vivirlo. Hoy no me asusta mirar, tocar, hablar, pedir. Explorar no es pecado. Desear no es vergüenza. Tocarte, mirarte, encenderte… es un acto de amor propio. Hazlo a tu ritmo, pero hazlo.

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